Murió Pepe Mujica, pero no su legado: la izquierda pierde a uno de sus gigantes

José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay, referente internacional del pensamiento progresista y símbolo de una izquierda ética, combativa y en resistencia, falleció este martes a los 89 años en Montevideo, tras una larga batalla contra el cáncer de esófago. Su muerte representa una pérdida irreparable para América Latina, pero su vida deja un legado que sigue interpelando a quienes aún creen en la política como herramienta de transformación social.

Mujica fue mucho más que un jefe de Estado: fue un militante integral, un hombre formado en la lucha insurgente, endurecido por la cárcel y reivindicado por el pueblo. Su paso por la guerrilla tupamara en los años sesenta lo llevó a enfrentar cara a cara la represión de la dictadura militar uruguaya, que lo encerró durante casi 15 años, muchos de ellos en condiciones de aislamiento extremo. “Fui preso, pero nunca esclavo”, diría después.

Cuando recuperó la libertad con el retorno de la democracia, no optó por el retiro ni por la comodidad del resentimiento, sino por continuar la batalla desde las instituciones. Su tránsito de combatiente clandestino a presidente democrático fue una de las transformaciones más poderosas de la izquierda latinoamericana moderna: una izquierda que no olvida, pero que aprende, que no renuncia a sus principios, pero que sabe gobernar con humildad.

Su gobierno (2010-2015) no solo consolidó avances sociales —como la legalización del aborto, el matrimonio igualitario o la regulación del cannabis—, también encarnó una ética de lo público profundamente subversiva: vivir con lo mínimo, rechazar los privilegios del poder, y hablar siempre desde la entraña del pueblo. Rechazó los autos oficiales, vivió en su modesta “chacra” con su compañera Lucía Topolansky, y donó casi todo su salario como presidente. Para él, la austeridad no era una pose: era una forma de coherencia revolucionaria.

En un continente donde tantos líderes han sucumbido al culto a la personalidad o a los pactos con los poderes económicos, Mujica fue un testimonio vivo de que sí es posible ejercer el poder sin perder el alma. Su autoridad moral era tal que, incluso sin quererlo, se convirtió en faro de jóvenes militancias, universidades, organizaciones sociales y movimientos que buscan una izquierda con vocación ética, crítica y transformadora.

Mujica no fue un dogmático. Defendió su derecho a disentir, incluso dentro del campo popular. Criticó la deriva autoritaria de algunos gobiernos autodenominados progresistas, se opuso al populismo vacío y abogó siempre por una política con valores, donde “el poder no se come” y donde gobernar es un servicio, no una conquista.

“Los únicos derrotados son los que bajan los brazos”, solía decir.

Hoy se va uno de los últimos grandes cuadros de la izquierda latinoamericana forjada en la cárcel, en la tierra, en la calle. Una izquierda que no nació en las cúpulas ni en los foros internacionales, sino en la lucha concreta por los derechos del pueblo.

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