La pandemia desafía la política

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Una pandemia es un hecho excepcional y la traducción a la política es insondable dado que no se pueden medir las nuevas variables con los parámetros habituales.

Por: Pedro Brieger | Director de Nodal

Cerca del cierre del año 2021 todavía cuesta evaluar los efectos de la pandemia más allá de lo evidente: millones de personas murieron y otras sufrieron el COVID-19 en carne propia. Vale la pena recordar que la pandemia que explotó en 1918 y mató a más de 50 millones de personas en todo el mundo tuvo efectos difíciles de comprender durante el proceso mismo. De manera similar ahora, mientras las sociedades combaten la pandemia, existen serias dificultades para interpretar lo que sucede. Por otra parte, el desarrollo extraordinario de las vacunas servirá para pensar que la pandemia ha quedado atrás.

En su libro de 2017 “El Jinete pálido. 1918: la epidemia que cambió el mundo” la escritora británica Laura Spinney -ya desde el título- enuncia lo traumático que fue la mal llamada “gripe española”, no sólo para quienes la vivieron, sino por sus derivaciones los años posteriores.

Durante el 2021 se ha hablado de “pospandemia” y “nueva normalidad” con demasiada liviandad, tratando que la pandemia quede en el arcón de los recuerdos, lo que no sucederá. Si no se aprende de la experiencia de 1918 habrá consecuencias. Muchas y duras.

Los resultados electorales negativos para varios gobiernos son un ejemplo de la dificultad que tuvieron las clases dirigentes para ubicarse en tiempo y espacio, obligados a gestionar inesperadamente lo desconocido. La ciudadanía exigía respuestas rápidas, aunque no las hubiera y castigó en las urnas a quienes no podían brindar la calma que se buscaba con ansiedad.

Es probable que, ante lo inesperado y novedoso, y carentes del recuerdo vivo de la pandemia de 1918, todos los gobiernos se hayan desconcertado y no hayan tenido la capacidad para evaluar el significado profundo y lacerante de una pandemia. Más aún, varios gobiernos tuvieron que encarar procesos electorales mientras intentaban frenar el COVID-19.

Desde ya que cada país es un mundo y los resultados electorales no fueron solo consecuencia del manejo o desmanejo de la pandemia. El gobierno de Sebastián Piñera en Chile consiguió vacunar a gran parte de la población de manera rápida y efectiva. Sin embargo, no logró que aumentara su popularidad y es posible que se haya mantenido en el poder gracias a que la población dejó de protestar en las calles y se recluyó en sus hogares.

El caso argentino es interesante para analizar porque la pandemia comenzó pocos meses después de que Alberto Fernández ganara la presidencia en primera vuelta por varios puntos de diferencia sobre Mauricio Macri que buscaba la reelección. Macri fue castigado en las urnas principalmente por su manejo de la economía, sus promesas de bienestar incumplidas y por haber endeudado al país como nunca antes en el pasado. El gobierno de Fernández en la Argentina sufrió una dura derrota en las recientes Primarias Abiertas Simultáneas Obligatorias (PASO) del 12 de septiembre frente a una oposición que criticó sin piedad el manejo de la crisis sanitaria. La pandemia les permitió una agresividad inusitada a quienes habían dejado el poder poco tiempo antes, como si hubiera tenido un efecto anestésico para tapar o borrar los cuatro años de su gobierno. La memoria atrapó los años 2020 y 2021, los fundió en uno sin mirar el habitual calendario y relegó a un tiempo lejano la experiencia negativa de Mauricio Macri, casi como si no hubiera existido y todos los males del país fueran resultado del gobierno de Fernández.

En el fragor de la batalla contra el COVID-19 todos los gobiernos se centraron en lo urgente y crucial: evitar más muertes y contener las consecuencias económicas. Pero a todos se les ha hecho muy difícil comprender cómo la frustración, el dolor, la incertidumbre, la sensación de fin del mundo, los encierros, el aburrimiento, la tristeza, los aislamientos, los quiebres de vínculos familiares, o los cambios emocionales inciden en la política en general, y al momento de votar en particular.

Cada muerte es percibida por las personas afectadas como un fracaso del gobierno por evitarlo, y si pensamos que cada persona que fallece tiene un núcleo familiar de unas diez personas, se puede percibir el efecto negativo multiplicador.

Una pandemia es un hecho excepcional y la traducción a la política es insondable dado que no se pueden medir las nuevas variables con los parámetros habituales. Por otra parte, la pandemia expone la contradicción entre el discurso que resalta la “libertad individual” por sobre lo colectivo, y convierte las medidas colectivas en intrusivas que parecen violar lo individual. En este contexto, a todos los gobiernos se les ha hecho muy difícil explicar que el interés colectivo para cuidar a la población deber primar por sobre el individual.

La lucha antiepidémica no fue sencilla en 1918 y tampoco lo es ahora. Aunque dentro de unos años este combate pueda ser valorado positivamente, el efecto devastador en lo social probablemente se sienta por años. Desde la política se confía en que una vez lograda la tan mentada “inmunidad de rebaño” la pandemia quedará atrás. En lo estadístico es posible. Si la pandemia de 1918 cambió aquel mundo -como dice Spinney- cuesta creer que la de 2020 no modifique el actual, aunque las vacunas eviten hoy tantas muertes. La política no puede quedar al margen del impacto profundo que produce una pandemia. La gran pregunta es si tiene las herramientas para tomar conciencia de la magnitud de la catástrofe.

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